Lo queramos o no, todo fin de siglo y comienzo de uno nuevo, y con mayor razón en este caso en que se trata de un cambio de milenio, invita a una reflexión sobre el mundo en el cual vivimos y que dejaremos a nuestros descendientes. Nuestro siglo XX, para ciertos antropólogos, tuvo una vida muy corta, ya que se puede decir que nació después de 1914 con la Primera Guerra Mundial, y murió en 1989, con la caída del muro de Berlín. Todo se vivió aceleradamente, lo que trajo como consecuencia generaciones enteras de gente acelerada, estresada, que se siente sola en medio de multitudes y se muestra poco sensible a otra cosa que no sea el ritmo trepidante y rutinario del transporte, del trabajo, del descanso, donde queda poco espacio para entrar en contacto con otras dimensiones invisibles de la Realidad.
Por lo tanto, sentimos que el momento de hacer nuestras cuentas ha llegado. Todo balance o recuento parece un “juicio del alma”, como aquel del que nos hablan todas las tradiciones religiosas, que es el momento en que cada cual responde de sus actos ante las preguntas que se le hacen: ¿Qué has hecho tú de tu vida? ¿Qué has construido? ¿Qué mundo le has legado a tus sucesores?
En esta gran homogeneización que causa la modernización, viendo nuestra vida y la de nuestra época con un mínimo de objetividad y desapego, podemos constatar en nosotros mismos y a nuestro alrededor sentimientos de desarraigo, de pérdida de los valores simples pero sólidos. Mucha decepción y desconfianza seguida de promesas utópicas o mentiras aceptadas con ingenuidad y pereza por no asumir nuestras responsabilidades, seguidas en ciertas ocasiones de un desencadenamiento de violencia cada vez más irracional e incontrolable o paraísos artificiales que son verdaderas vías sin salida.
En este universo gris hay poco espacio para los grandes ideales, y si no estamos preparados para vivirlos en sus aspectos más nobles, nos convertiremos en caricaturas más o menos trágicas. En el plano sociocultural, comprobamos evidentemente que si hay un creciente interés por los ángeles, éste puede fácilmente perderse en muchos sentidos, de los cuales ofreceremos unos rápidos esbozos.
Por una parte, existe una gran ingenuidad «angelical», una sed de bondad y de afecto que será explotada por los «mercaderes del templo» de la «New Age», como se comprueba particularmente en los Estados Unidos con toda la «Angelomanía», que no es más que un fenómeno de moda basado en la angustia y las necesidades afectivas de gente inmadura y crédula. Pero en medio de este universo de artilugios, siempre hay investigaciones serias que tener en cuenta, si mostramos discernimiento y sabemos «separar la paja del grano», ya que cada vez hay más gente abierta a otras dimensiones de la realidad y que transmiten testimonios honestos de sus vivencias
Por otra parte, los ángeles rebeldes y la imagen de Satanás alimentaron las actitudes sectarias e inquisitoriales propias del advenimiento de la Edad Media que ya estamos viviendo, de la cual hablan sociólogos como Alain Minc. La fragmentación y la atomización del mundo –tan vasto y tan ajeno a nuestras preocupaciones inmediatas– en una infinidad de partículas y el encierro en sí mismo surgido de la gran desconfianza y del combate de todos contra todos, revelará las formas más negativas de las sombras colectivas (en el sentido jungiano) de las naciones, de las regiones y de los grupos; los cuales tratan una vez más de diabolizar y excluir a todos aquellos que no piensan como ellos.
Una forma más atractiva pero no menos peligrosa de recuperación del universo de los ángeles en su forma de «mensajeros» es la que vemos a través del poder de los medios de comunicación, ya sean satélites, internet y otros tantos, de los cuales habla el filósofo Michel Serres en su libro sobre La leyenda de los ángeles. En efecto, comprobamos que los medios de comunicación juegan con la ambigüedad. Por una parte, pueden acercar el mundo a través de las imágenes de los miles de informativos televisados, y a veces incluso tienen la capacidad de crear cadenas de solidaridad muy positivas, pero al mismo tiempo, a través de la selección de eventos trágicos, delitos, violencia y corrupción, terminan por proyectar en la imaginación de los jóvenes y de los niños una visión del mundo donde reina sólo lo negativo. Como comprobaba un periodista por sí mismo, la televisión no presenta suficientes héroes positivos, y la gran imitación que los jóvenes sienten hacia los modelos en boga, encauza a la juventud a seguir los ejemplos negativos y violentos que se difunden constantemente.
En este sentido, podemos considerar que la televisión realiza una labor de escisión, de separación y de ruptura, en su búsqueda de audiencia, empujando inconsciente o conscientemente a su público al odio o a la violencia, cuando no se trata de favorecer la vulgarización y la banalización superficial del pensamiento. He aquí, pues, un desvío de la función angelical destinada a unir y a favorecer la comunicación entre los seres. Los debates, generalmente manipulados, se parecen más bien a pugilatos o a combates de gladiadores en un circo, que a verdaderos espacios de intercambio de donde podría resultar una síntesis estimulante para el conjunto. Desde luego hay honorables excepciones, y es por esto por lo que duran, porque se consideran clásicos, productos de calidad en los cuales el intercambio es tan enriquecedor como ciertas emisiones de alto nivel.
Para otras culturas del mundo, más tradicionales, el diálogo con las potencias invisibles no ha cesado jamás y se continúan realizando intercambios sin haber modificado mucho sus creencias. De esta manera, cuando se interroga a un musulmán sobre la reaparición del interés por los ángeles, responde que para su religión el interés jamás se perdió, por lo que él no nota ninguna diferencia. En resumen, el hombre occidental del siglo XIX, tan orgulloso de su racionalidad y de su mito del progreso permanente, ha cedido el lugar, a las puertas del siglo XXI, a un individuo menos orgulloso, menos seguro de sus logros y más temeroso, pero también, paradójicamente, gracias al sufrimiento y a las constantes desilusiones, quizá más dispuesto a interrogarse con nuevas preguntas que le acerquen más a una Naturaleza viviente y en coevolución con él.
Por lo tanto, sentimos que el momento de hacer nuestras cuentas ha llegado. Todo balance o recuento parece un “juicio del alma”, como aquel del que nos hablan todas las tradiciones religiosas, que es el momento en que cada cual responde de sus actos ante las preguntas que se le hacen: ¿Qué has hecho tú de tu vida? ¿Qué has construido? ¿Qué mundo le has legado a tus sucesores?
En esta gran homogeneización que causa la modernización, viendo nuestra vida y la de nuestra época con un mínimo de objetividad y desapego, podemos constatar en nosotros mismos y a nuestro alrededor sentimientos de desarraigo, de pérdida de los valores simples pero sólidos. Mucha decepción y desconfianza seguida de promesas utópicas o mentiras aceptadas con ingenuidad y pereza por no asumir nuestras responsabilidades, seguidas en ciertas ocasiones de un desencadenamiento de violencia cada vez más irracional e incontrolable o paraísos artificiales que son verdaderas vías sin salida.
En este universo gris hay poco espacio para los grandes ideales, y si no estamos preparados para vivirlos en sus aspectos más nobles, nos convertiremos en caricaturas más o menos trágicas. En el plano sociocultural, comprobamos evidentemente que si hay un creciente interés por los ángeles, éste puede fácilmente perderse en muchos sentidos, de los cuales ofreceremos unos rápidos esbozos.
Por una parte, existe una gran ingenuidad «angelical», una sed de bondad y de afecto que será explotada por los «mercaderes del templo» de la «New Age», como se comprueba particularmente en los Estados Unidos con toda la «Angelomanía», que no es más que un fenómeno de moda basado en la angustia y las necesidades afectivas de gente inmadura y crédula. Pero en medio de este universo de artilugios, siempre hay investigaciones serias que tener en cuenta, si mostramos discernimiento y sabemos «separar la paja del grano», ya que cada vez hay más gente abierta a otras dimensiones de la realidad y que transmiten testimonios honestos de sus vivencias
Por otra parte, los ángeles rebeldes y la imagen de Satanás alimentaron las actitudes sectarias e inquisitoriales propias del advenimiento de la Edad Media que ya estamos viviendo, de la cual hablan sociólogos como Alain Minc. La fragmentación y la atomización del mundo –tan vasto y tan ajeno a nuestras preocupaciones inmediatas– en una infinidad de partículas y el encierro en sí mismo surgido de la gran desconfianza y del combate de todos contra todos, revelará las formas más negativas de las sombras colectivas (en el sentido jungiano) de las naciones, de las regiones y de los grupos; los cuales tratan una vez más de diabolizar y excluir a todos aquellos que no piensan como ellos.
Una forma más atractiva pero no menos peligrosa de recuperación del universo de los ángeles en su forma de «mensajeros» es la que vemos a través del poder de los medios de comunicación, ya sean satélites, internet y otros tantos, de los cuales habla el filósofo Michel Serres en su libro sobre La leyenda de los ángeles. En efecto, comprobamos que los medios de comunicación juegan con la ambigüedad. Por una parte, pueden acercar el mundo a través de las imágenes de los miles de informativos televisados, y a veces incluso tienen la capacidad de crear cadenas de solidaridad muy positivas, pero al mismo tiempo, a través de la selección de eventos trágicos, delitos, violencia y corrupción, terminan por proyectar en la imaginación de los jóvenes y de los niños una visión del mundo donde reina sólo lo negativo. Como comprobaba un periodista por sí mismo, la televisión no presenta suficientes héroes positivos, y la gran imitación que los jóvenes sienten hacia los modelos en boga, encauza a la juventud a seguir los ejemplos negativos y violentos que se difunden constantemente.
En este sentido, podemos considerar que la televisión realiza una labor de escisión, de separación y de ruptura, en su búsqueda de audiencia, empujando inconsciente o conscientemente a su público al odio o a la violencia, cuando no se trata de favorecer la vulgarización y la banalización superficial del pensamiento. He aquí, pues, un desvío de la función angelical destinada a unir y a favorecer la comunicación entre los seres. Los debates, generalmente manipulados, se parecen más bien a pugilatos o a combates de gladiadores en un circo, que a verdaderos espacios de intercambio de donde podría resultar una síntesis estimulante para el conjunto. Desde luego hay honorables excepciones, y es por esto por lo que duran, porque se consideran clásicos, productos de calidad en los cuales el intercambio es tan enriquecedor como ciertas emisiones de alto nivel.
Para otras culturas del mundo, más tradicionales, el diálogo con las potencias invisibles no ha cesado jamás y se continúan realizando intercambios sin haber modificado mucho sus creencias. De esta manera, cuando se interroga a un musulmán sobre la reaparición del interés por los ángeles, responde que para su religión el interés jamás se perdió, por lo que él no nota ninguna diferencia. En resumen, el hombre occidental del siglo XIX, tan orgulloso de su racionalidad y de su mito del progreso permanente, ha cedido el lugar, a las puertas del siglo XXI, a un individuo menos orgulloso, menos seguro de sus logros y más temeroso, pero también, paradójicamente, gracias al sufrimiento y a las constantes desilusiones, quizá más dispuesto a interrogarse con nuevas preguntas que le acerquen más a una Naturaleza viviente y en coevolución con él.
Fragmento de: EL RETORNO DE LOS ANGELES
Laura Winckler