Fermín Ariza la espiaba
maravillado, la perseguía sin aliento, tropezó varias veces con los canastos de
la criada que respondió a su excusas con una sonrisa, y ella le había pasado
tan cerca que él alcanzó a percibir la brisa de su olor, y si entonces no lo
vio no fue porque no pudiera sino por la altivez de su modo de andar. Le
parecía tan bella, tan seductora, tan distinta de la gente común, que no entendía por qué nadie se trastornaba como él
con las castañuelas de sus tacones en los adoquines de la calle, ni se le
desordenaba el corazón con el aire de los suspiros de sus volantes, ni se
volvía loco de amor todo el mundo con los vientos de su trenza, el vuelo de sus
manos, el oro de su risa. No había perdido un gesto suyo, ni un indicio de su
carácter, pero no se atrevía a acercársele por el temor de malograr el encanto.
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